En nuestra vida, notamos los asaltos del mal y los pensamientos de desaliento y desconfianza, y también notamos que el mal en el mundo es incomprensible, no entendemos cómo Dios permite tantas cosas malas a nuestro alrededor. La oración incesante e incansable nos abre los ojos a un conocimiento más profundo. “En numerosas ocasiones he acudido a hacer la hora cotidiana de adoración al Santísimo Sacramento en un estado de preocupación y desánimo, y sin que haya ocurrido nada de particular, sin decir ni sentir alguna cosa especial, he salido por el corazón apaciguado» (J. Philippe, La paz interior, p. 37). El Espíritu Santo hace su trabajo en secreto. La oración silenciosa es la auténtica fuente de la paz interior… Pero a veces somos como un reloj que toca a deshora, podemos estar meditando sin sentir nada, y viendo una puesta de sol, la sonrisa de un niño o de una persona amada, incluso los acordes de una música, cuando se nos abre el misterio, nos sentimos en la gloria.
Esas intuiciones interiores nos llevan siempre a contemplar a Jesús y la paradoja de la cruz: en ese sufrimiento “malo” se produce una apertura a la resurrección, algo “bueno”. Y es que «el corazón sólo despierta a la confianza si despierta al amor, y tenemos necesidad de experimentar la dulzura de la ternura de corazón de Jesús…» (id., 37-38).
Ahí radica la verdadera respuesta al misterio del mal y del dolor, una respuesta no filosófica, sino existencial. Cuando vivimos el abandono, nos damos cuenta de que «eso funciona» para una confianza, una comprensión de corazón, de que Dios hace que todo coopere a mi bien, incluso el dolor e incluso mis propios pecados.
Incluso cuando sufrimos angustia por situaciones que temíamos, y casi ninguna de esas cosas malas llega, las pocas que vienen, después del primer “golpe” enseguida nos parecen soportables y beneficiosas. Entendemos aquel “no hay mal que por bien no venga”. Lo que tanto temíamos, puede convertirse en algo que nos hace despertar para conseguir algo mejor, o por lo menos nos hace abrir los ojos a una realidad más allá de lo que vemos en esta vida, algo más grande, un bien para siempre. Y si siento esto en mi vida, puedo estar seguro que también puede aplicarse a la vida de los demás.
Pero el abandono ha de ser total, sin apegos a tantas cosas que nos rodean. En realidad, deberíamos no tener “posesiones” sino sentirnos “administradores” de los bienes que están a nuestra mano. «Tenemos la tendencia natural a “apegarnos” a multitud de cosas: bienes materiales, afectos, deseos, proyectos, etc., y nos cuesta terriblemente abandonar la presa, porque tenemos la impresión de perdernos, de morir”… (J. Philippe, p. 40).
Si nos sentimos en manos de Dios, no sentiremos ese miedo de perder a personas o a cosas, o perder la fama o que dejen de querernos. Si experimentamos (ese “saber” experiencial) que estamos seguros en sus manos, nos dejamos llevar por aceptar dejar todo en manos de Dios, darle el permiso para que nos dé y nos quite según su voluntad: «¡Ah, si supiéramos lo que se ganan renunciando todas las cosas!», dice santa Teresa de Lisieux. Y ese es el camino de la felicidad: dejar actuar libremente a Dios, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene.
Juan de la Cruz, uniendo la sabiduría oriental al mensaje iluminador de Jesús, decía que por la nada llegamos al todo: «se me han dado todos los bienes de éste es el momento en que ya lo se busca». Nos dará Dios el 100 por uno, cuando le ofrecemos lo poco que está en nuestra mano.
Por: Llucià Pou Sabaté
Fuente: Catholic.net
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