En mi caminar, una de las experiencias más satisfactorias es la de estar acompañada. Sinceramente, no siempre me ha resultado fácil mostrar mi vulnerabilidad a otra persona, ni siquiera a mí misma. Creo que una parte esencial del acompañamiento es poder explorar mis espacios más íntimos, aquellos que a veces me asusta ver o reconocer.
Al mismo tiempo, esta experiencia de ser acompañada me ha permitido aprender a ser sensible a la presencia de Dios en mi vida cotidiana. Es en la sutileza de la brisa, donde Dios sostiene mi vida, que me enfrento a pequeñas y grandes decisiones en este camino de convertirme en hermana.
A veces, en medio de mi desorden, el acompañamiento me ayuda a ver una pequeña luz que anuncia la resurrección.
Ser acompañante espiritual ha sido para mí una experiencia profunda y consciente de compartir un espacio sagrado. Debo decir que he acompañado, sobre todo, a mujeres y supervivientes de diferentes tipos de experiencias traumáticas.
Soy consciente de que este ministerio de acompañamiento espiritual representa una llamada específica dentro de mi vocación como religiosa, particularmente como una de las Franciscanas Misioneras de María. A través de mi experiencia personal de consagración y el discernimiento de la presencia de Dios en mi vida, sé que parte de mi vocación como hermana significa ser capaz de sentarme y escuchar a mis hermanas y hermanos con todo mi corazón, dando testimonio del misterio de Dios en cada uno.
Reconozco que cada vez que comienzo un nuevo acompañamiento, necesito descalzarme (Éxodo 3, 5), sabiendo profundamente que tengo el privilegio de entrar en el espacio sagrado de mi hermana o hermano. Soy consciente de que al caminar con la persona solo soy humilde testigo de lo que Dios está haciendo en su vida.
En este sentido, dado que el acompañamiento espiritual siempre es un encuentro, y en mi experiencia a menudo entre dos mujeres, quiero arriesgarme a reflexionar sobre un ícono que puede simbolizar este ministerio. Según Serena Jones en su libro Trauma and Grace: Theology in a Ruptured World, la relación entre Isabel y María de Nazaret constituye un poderoso símbolo. Realmente no sabemos qué pasó entre ellas, cómo experimentaron el misterio de Jesús o cómo recibieron todos estos acontecimientos. Solo podemos hacer conjeturas.
Esta es una hermosa relación entre dos mujeres: Isabel, la prima mayor, con más experiencia, con una vida llena de alegrías y penas, con el dolor de no poder dar a luz, y con una fe profunda que le ha permitido recibir una nueva vida de Dios; y María, una muchacha joven, llena de vida y esperanza, con una experiencia sobrecogedora que ni siquiera puede empezar a comprender, solo sabiendo que su vida acaba de cambiar por completo (Lucas 1, 39-56).
Ambas tienen algo que ofrecerse mutuamente, y en su camino Dios les da la posibilidad de empezar a comprender el misterio que hay en sus vidas.
Tal vez Isabel se ha tomado el tiempo de contemplar su vida a través de los ojos de Dios. En su misericordia, Él le da la posibilidad de ser madre, albergando en su seno la vida de un profeta, uniendo todo su pasado y permitiéndole una humilde participación en la historia de la salvación. Por otra parte, María llega llena de vida después de una experiencia asombrosa con Dios, sin comprender del todo lo que acaba de suceder y tratando de adivinar cómo su respuesta cambiará su vida.
En mi breve experiencia, empiezo a comprender que la persona que busca acompañamiento está llena de vida y de experiencias tanto difíciles como hermosas. Lo que busca es responder a Dios de manera auténtica y con todo su ser, para encontrar sentido a sus experiencias de dolor y quebranto. Está tratando de entender las cosas imposibles que Dios está realizando en su vida (Lucas 1, 37), y asume el riesgo de abrir su vulnerabilidad, confiando en Dios a través de la presencia del acompañante espiritual.
Este es el momento más sagrado: cuando Isabel comprende que María ha sido vista y visitada por Dios. Su silencio se convierte en la mejor respuesta, pues ante tal misterio, solo puede permitir que María cante su magníficat y unirse respetuosamente a esta hermosa acción de gracias.
Del mismo modo, puedo decir humildemente que soy testigo del misterio de Dios en cada persona a la que he acompañado, tanto en el pasado como las que acompaño en el presente. La presencia sanadora de Dios en el espacio del acompañamiento espiritual nos toca y nos sana a ambos de maneras diferentes y únicas.
Soy plenamente consciente de que este ministerio de acompañamiento espiritual es un don de Dios, una experiencia profunda de contemplar quién es Dios en cada persona. Hay momentos en que se convierte en un encuentro gozoso, lleno de sueños y felicidad, y hay otros momentos en que se convierte en un espacio para compartir la muerte, el dolor y las rupturas. Al reconocer este milagro, comprendo que soy capaz de acompañar a mi hermana o hermano solo a través de mi propia experiencia de muerte, dolor y rupturas, de mi experiencia de trauma que Dios ha sanado y transformado en una nueva resurrección. También es a través de mis momentos de alegría y de sentirme amada. En estos momentos he experimentado el amor incondicional de Dios, el cual solo puedo dejar fluir a través de mi cuerpo y mi alma para que llegue a la persona que acompaño.
Tal vez, a través del ministerio del acompañamiento espiritual, Dios me está permitiendo balbucear mi propio magníficat, que reúne todos los rostros, nombres, historias y milagros de las mujeres que Dios ha puesto en mi corazón a través de este hermoso espacio sacramental y liminal.
María de Lourdes López Munguía. Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés el 5 de julio de 2024.
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