No veía la hora de ir a la capilla a rezar. Era un día pesado y parecía que todo andaba mal, quería implorarle al Señor su ayuda, no podía con mis propias fuerzas, necesitaba su auxilio. Así que de rodillas delante del Señor, le rogué, le imploré y le pedí que me ayudara, que quería escuchar su voz. Con el corazón angustiado, le dije que no me sentía capaz, que ya calmara tanta exigencia, que por favor cambiara esta situación… ya iba a seguir diciéndole algunas cositas más, cuando una vocecita me sugirió que hiciera un poco de silencio, simplemente para escucharlo, para estar atento a su respuesta.
Fue en ese preciso momento que aprendí una gran lección, que hoy quisiera compartir contigo: es muy diferente orar hablando que escuchando. Quisiera que estés atento a aquellos momentos en que rezas hablando. Cuando hablas expresas tus deseos, motivaciones, sueños. En ese momento manifiestas tus iniciativas, quejas, tu percepción de la realidad, lo que quieres y desearías cambiar, tus incertidumbres, luces, sombras, experiencias que pueden ir desde la alegría, hasta la pesadumbre, tristeza, angustia, ansiedad. En fin, cuando hablas en la oración, le estás llevando al Señor todo lo que llevas dentro de ti.
Y si bien podemos tener mucha experiencia en la oración, a veces no es tan fácil distinguir entre cuándo hablamos y cuándo escuchamos. Cuando estamos en la fase de entregar al Señor y cuando estamos en el momento de dejar que Él hable y nos diga lo que tiene para decirnos.
Precisamente aquel día, tome conciencia de lo diferente que es orar escuchando, porque en aquel momento en el que hice silencio y le dije al Señor que me hablara, entonces todo cambió en la oración. En aquel momento todo cambió, porque para mi sorpresa empecé a darme cuenta de cosas que estaban en la realidad, pero que no eran parte de mí; comencé a recibir luces, orientaciones, sugerencias, indicaciones, que simplemente no venían de mis ideas, experiencias, deseos. Llanamente eran brisas del soplo de Dios que tocaban mi corazón.
Aquel día fue algo muy sencillo. Fueron 4 palabras que lo cambiaron todo. Porque en el momento de silencio, cuando le di ese pequeño espacio al Señor para que hablara, cuando por fin me quedé callado y pude abrirme a lo que Dios tenía para decirme, simplemente vinieron a mí, como rayos fulminantes 4 palabras en forma de pregunta: ¿Sabes que te quiero?… entonces, derrumbado ante aquella presencia, transformado desde el interior y tocado por su amor, empecé a escuchar nuevas palabras, que simplemente no venían de mí, porque ni por suerte se me habrían cruzado en aquel momento… entonces empezaron más preguntas: ¿Sabes que estoy contigo?
Y como si fuera poco, empecé a escuchar algunas cosas que suenan a cosas que me dice el Señor y no las que yo quiero oír… sabes que yo amo tu sencillez y nobleza, que te quiero para que transmitas mi amor y que si te equivocas y te salen mal las cosas, así también quiero que aprendas y que ames en el error, en aceptar la equivocación y en el atreverte a pedir disculpas… como ves, son cosas que a mí me cuestan aceptar, entender y no quiero muchas veces introducir en mi existencia.
Fue así como me di cuenta de lo bonito de la oración cuando se escucha al Señor. Aprendí que es muy diferente orar hablando que escuchando. Cuando escuchas al Señor, la oración es totalmente diferente.
Definitivamente va a haber momentos para hablar al Señor y descargarle a Él todo, pero qué valioso es dejar que Él hable, responda y guíe. La dinámica es totalmente diferente y la oración se vuelve completa. Entonces es cuando sales renovado, amado, acogido y con luces nuevas, que vienen de lo alto.
La próxima vez que acudas a la oración, asegúrate de hacer un poco de silencio y permitirle al Señor hablar. Pues no sé si siempre escucharás tan clara su voz, pero haz el ejercicio de abrirte a su amor y su presencia. ¡Estoy seguro que te sorprenderás!
Espero que al final de tu oración puedas decir, como yo lo hice aquel día: Gracias Señor por tus Palabras, por tu amor, por tu presencia y compañía real, en toda mi vida y en lo más profundo de mi corazón.
Bernardo Marulanda, diácono miembro del SVC.
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