El emotivismo es quizás el mayor enemigo del amor humano. Esta patología del amor afecta a tantas personas, especialmente entre los más jóvenes, porque la emoción aparece como una característica esencial del verdadero amor: el sentir algo nuevo e intenso que, de repente, surge dentro de mí.
“No me digas que esto no es verdadero amor”, le decía el impetuoso Romeo a su amada cuando, todo lo que había hecho, era irrumpir arrebatadamente en el jardín de su casa y subir por la hiedra de la pared de la casa. Pura pasión. El maestro Shakespeare hará decir en un aparte a la más reflexiva Julieta: “Ojalá este amor pudiera tener más verdad”.
En efecto, las personas actúan por emociones, porque emoción es precisamente ser movido por algo (ex – movere: moverse desde algún sitio). Sin embargo, habría que profundizar un poco más en el fascinante mundo afectivo para ver que la emoción tiene todavía una raíz más “tranquila”, más escondida, pero más fundamental. Es el afecto. Ahí está la esencia de la emoción.
Si algo nos arrastra con poder es porque nos ha “afectado” desde dentro (affectio). La emoción destaca en el lenguaje afectivo el aspecto más exterior y movilizador, pero la verdad de la emoción reside en su núcleo afectivo, donde reside su verdad y su verdadera fuerza, y a donde tenemos que guiarlo. Esta diferencia entre emoción y afecto me recuerda a una poesía clásica sobre Ignacio de Loyola, cuando juzgaba a su nuevo discípulo Francisco Xavier por su carácter impulsivo y arrollador: “Eres arroyo baldío, que, por la peña desierta, va desatado y bravío. ¡Mientras se despeña el río, se está secando la huerta!”. Así pasa con las grandes emociones y con la gente buena y apasionada. El sentimiento arrollador nos mueve sin saber bien dónde nos arrastra y a quién se lleva por delante. Mucha agua pero poco riego, según San Ignacio.
La triste realidad es que una persona que se mueve por emociones no es fiable y, lo diré con dureza, ni puede casarse ni, en el fondo, puede tampoco ser un auténtico cristiano. Porque siempre será “como la paja que arrebata el viento”.
El sujeto emotivo no hace cosas si no las siente. No se mueve por amor al bien, sino por la emoción que le despierta ese bien. De esta manera, está a merced puramente de los objetos que llamen su atención. Es bueno lo que siento y si lo siento. Su interpretación moral de las cosas será que algo es bueno si me hace sentir bien.
La fe, por tanto, no debe ser tan buena para mí porque no me “emociona”, pues no la siento ni mucho ni con frecuencia. El amor sí que me mueve, pero he de reconocer que lo hace desordenada y arbitrariamente. Hoy sí, y mañana no. Ahora muchísimo, y en un momento nada, o contrariamente. Incluso siento simultáneamente emociones parecidas y contrarias: puedo enamorarme de varias personas a la vez y, sin embargo, me siento herido por algunas de ellas en varios momentos.
¿Qué sentimiento es verdad? Mi vida depende absolutamente de las circunstancias y de las situaciones. Así, mucha gente deja de ir a Misa porque “no siente nada”, abandonan la oración porque “no sienten nada”, o creen que “ha muerto el amor” porque “ya no lo siento”.
La gente se casa con un amor romántico y adolescente, que es el amor puramente emotivo del que estamos hablando. Si no se convierte y se cura de ese emotivismo mortal que le afecta, será mucho mejor que no se case.
El siguiente post haremos un poco de “terapia afectiva”. Pero hoy acabaré diciendo que tenemos una absoluta necesidad de formarnos en este terreno crucial de los afectos y los deseos. Para no movernos por la pura “gana”, que no gana nada.
A eso se va a dedicar, dentro de un ambicioso plan formativo al que invita la Amoris laetitia, un Encuentro del Máster de Pastoral familiar del Instituto Juan Pablo II, que ya os he presentado en algún otro post, que se desarrollará en Zaragoza, los próximos 5 al 7 de mayo. Y tratará de “educación afectiva y sexual”, precisamente, que por eso me vino a la cabeza empezar a hablaros de afectividad y de la necesidad de educación.
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