Seguro que la Semana Santa ha sido la ocasión perfecta para reencontrarnos en familia, descansar un poco del ritmo de lo cotidiano y recargar el alma en torno a los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

No puedo dejar de recordar la emocionante experiencia infantil y de adolescente en que, despuĆ©s de los Oficios del Jueves Santo, Ć­bamos a los siete Monumentos de las Iglesias cercanas a la nuestra (tambiĆ©n para ver quĆ© monumento era mĆ”s bonito), y a algunas del Centro de la ciudad que ya eran famosas por su cuidado y belleza. Y tantas otras costumbres familiares: la abstinencia de los viernes y el ayuno del Viernes Santo, las comidas especiales de Semana Santa y de Pascua (las torrijas, los Huevos de Pascua)…

Este aƱo, en que yo he atendido los Oficios de unos pueblos de mi diócesis de Zaragoza, me contó mi hermano cómo, treinta y tantos aƱos despuĆ©s, con mi madre ya octogenaria y con mi padre en el cielo, se habĆ­an reunido los que quedaban en la ciudad para visitar otro aƱo mĆ”s los Monumentos… Lo que se siembra sincera y afectuosamente en el corazón de los pequeƱos permanece y fructifica muchos aƱos despuĆ©s.

Por mi parte, me topĆ© con las meditaciones sobre la Semana Santa de la ā€œIntroducción al cristianismoā€ de J. Ratzinger, siempre inspirador, y articulĆ© mis homilĆ­as de la Semana Santa en torno al Misterio Pascual de la familia.

La Semana Santa (y la Pascua judía) eran y son unas fiestas de profundo tono familiar. Las familias judías se juntaban en familia. No se celebraban en el templo, sino en la casa. Si las familias eran pequeñas, se unían con otras hasta hacer un número adecuado (que nunca es demasiado pequeño). El hijo pequeño preguntaba acerca del sentido de esa reunión y de aquella Cena única. El padre rememoraba el auxilio de Dios al librar al pueblo judío de la esclavitud, y la primera Cena de Pascua en que se marcaron las puertas de la casa con la sangre del cordero pascual como signo de reconocimiento para el Ángel exterminador de los primogénitos de Egipto.

La casa y la familia era el refugio ante la oscuridad y las presiones del mal, de la noche y del caos exterior amenazadores. En los siglos posteriores, las familias judías tendrían que volver a Jerusalén, la Casa familiar original, por Pascua, y seguir pidiendo con la misma Cena la actualización de la liberación del mal, del cansancio, del pecado, que siempre presionaba y se iba acumulando indefectiblemente a lo largo de las oscuridades del año.

La casa familiar judĆ­a se convirtió con JesĆŗs en el CenĆ”culo y se hizo fiesta cristiana. AllĆ­ se reunió su nueva familia, la Iglesia, y en una nueva Cena, donde Ɖl nos explicó el Don definitivo de Dios, serĆ­a definitivamente salvada esa familia. El Nuevo Israel fue marcado con la Sangre del Cuerpo de Cristo, al atravesar el Mar Rojo de su Costado en la Crucifixión del Viernes Santo. Y asĆ­ se generó la Iglesia, que aƱo tras aƱo, tras la Resurrección de Nuestro SeƱor Jesucristo, vuelve a centrarse y a encontrarse con la fuente de su Salvación en la celebración de la Pascua.

Al domingo siguiente, ya estaría celebrando la nueva Familia cristiana la Pascua de Jesucristo, que se estaba presentando a sus hijos para demostrarles que habían llegado a la Tierra Prometida y eran ya el Nuevo Pueblo de Dios. Aquí reside el sentido familiar de la participación semanal en la Eucaristía dominical.

Así lo habremos vuelto hacer cada uno en su Comunidad cristiana, su familia de Dios. Nos habremos juntado si éramos pocos, habremos traído en el corazón a los que aún faltan y habremos vuelto a celebrar el don del Amor mÔs fuerte que une a la Humanidad y vence al caos y al miedo del mundo. Felices Pascuas a todos.