Una de las principales cuestiones que aflige a muchas personas es la del sentido de su vida. Es una cuestión que se plantea sobre todo en la madurez cuando las ilusiones de la juventud quizá se han agostado y sobre todo cuando la realidad vital tanto en el ámbito familiar como en el desarrollo profesional y social es experimentada a menudo como un fracaso. Son muchos los libros antiguos y modernos que intentan afrontar esta cuestión: desde los más ilustres filósofos hasta los más sencillos libros de autoayuda tratan de responder a la pregunta decisiva que ha preocupado a todos —al menos desde Sócrates— que es la de cómo vivir, esto es, qué clase de vida llevar.
Hace unos días terminaba de leer el valioso libro de Emily Esfahany Smith «El arte de cultivar una vida con sentido» (Urano, Barcelona, 2017) en el que se encuentra el germen de esta reflexión. Se trata de una psicóloga y escritora de tradición familiar iraní, aunque asentada en los Estados Unidos. Venía a mi cabeza, como en contraste, que quienes somos cristianos podemos encontrar la raíz del sentido de nuestra vida en el trato personal con Dios y en el servicio desinteresado a los demás. Más aún, las personas que han respondido generosamente a una llamada vocacional están particularmente capacitadas para dotar de un sentido de misión a toda su actividad e intentar ayudar a otros a descubrir el sentido de su propia vida.
Sin embargo, estas personas —como todos los demás— pueden también sentir en ocasiones la angustia de la soledad o el peso del aburrimiento. Como suelo decir con frecuencia, si nos descubrimos solos o aburridos es que algo dentro de nosotros mismos no está bien: que quizás hemos renunciado a querer a los demás o que no cultivamos nuestra vida intelectual. En ambas líneas —ensanchamiento del corazón y enriquecimiento de la cabeza— siempre se está a tiempo de recomenzar y esto da una gran esperanza.
En mis charlas con todo tipo de audiencias aspiro a presentar algunas claves para el desarrollo de la vida intelectual (pensar, leer, escribir) y también para abrirse generosamente a los demás mediante el cultivo de la amistad y del cuidado de las personas a nuestro lado. Solo de esta forma quienes me escuchan —de ordinario jóvenes— podrán liderar los cambios que la sociedad actual necesita y así colaborar decididamente en la solución de los problemas tan acuciantes con los que nos encontramos.
El mundo en el que vivimos tiende a descartar el discurso religioso quizá sencillamente porque no lo entiende. Los términos clásicos de «gracia», «pecado», «redención», «santificación» y tantos otros simplemente no se comprenden y por eso se rechazan. Esto tiene que llevar también a tratar de articular un discurso inteligible para la gente de hoy, quizás en especial poniendo ante sus ojos el atractivo ejemplo de Jesús que sigue siendo capaz de iluminar y llenar la vida de jóvenes y mayores.
Además, la cultura contemporánea en todas sus manifestaciones está ansiosa de belleza y los cristianos sabemos que la Belleza —como el Amor o la Verdad— es también otro nombre de Dios. Me impresionó la afirmación de Amedeo Cencini: «Sin belleza, la verdad es muda».
Las personas que anhelan vivir cerca de Dios han de procurar buscar y descubrir la belleza en su cotidianeidad y así intentar convertir su propia vida en una obra de arte, del mejor arte del que cada uno, con la ayuda de la gracia, sea capaz.
Escribía hace unos pocos días un lector del New York Times comentando un artículo de final de año del conocido escritor Roger Rosenblatt: «Cuanto menos pienso en mí mismo, más soy yo mismo». Como anotó san Josemaría: «Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, 591). Una vida feliz es una vida cerca de Dios y, por tanto, volcada desinteresadamente en los demás: la mejor señal de que esto es así es la sonrisa permanente y el buen humor.
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