Por todos es conocida la tendencia de la política actual a introducir la temática afectivo-sexual en los colegios a edades cada vez más tempranas. De esta manera, podríamos decir que nos encontramos ante una emergencia educativa de ideología de género que tenemos que conocer y abordar lo antes posible con una mirada a la antropología cristiana. Benedicto XVI dijo acerca de las vías educativas actuales: “transmiten una concepción de la persona pretendidamente neutra (…) contraria a la fe y a la justa razón”. La pretensión va en la dirección de eliminar las diferencias entre el hombre y la mujer, con la intención de desestructurar la familia.

El cristianismo ve en la sexualidad un elemento muy importante de la personalidad del ser humano y una forma de expresar y comunicar el amor. La corriente actual del feminismo radical, cuyo principal tentáculo es la ideología de género, propone una separación total entre género y sexo dando, incluso, prioridad al primero. Por lo tanto, el concepto de “orientación sexual” será subjetivo al depender exclusivamente de la persona sin tener en cuenta la biología. Desde este punto de vista, el matrimonio entre hombre y mujer queda superado por la elección del género y la pluralidad de diferentes uniones que se proponen.

Las diferentes teorías “gender” fomentan un proceso alejado de la naturaleza, y se fundamentan en una libertad de sentir, más que en la verdad. La consecuencia de esto es que al separar el cuerpo de la voluntad, dejamos a un lado el valor inmutable del ser y aparece el relativismo, donde todo vale sin orden alguno.

Esta corriente se está implantando en proyectos educativos, que a su vez se ven refrendados por pautas legislativas, los cuales promueven una identidad personal y afectiva libre de la biología propia del hombre y la mujer. Todo se vincula a una opción individualista que juzga como le parece, sin tener en cuenta ninguna verdad, valor o principio que nos oriente.

¿Qué puede hacer el cristiano frente a esta deriva y provocación?, sin duda alguna, debe apelar a la razón. Tenemos elementos racionales que demuestran que el dimorfismo sexual, es decir, la diferencia sexual entre hombres y mujeres, está comprobado por la genética, la endocrinología y la neurología. En otra época resultaría pueril decir que gracias a esa complementariedad fisiológica aseguramos las condiciones necesarias para la procreación.

Considerando lo dicho hasta ahora y, teniendo en cuenta el problema en la educación escolar, deberíamos apostar por la construcción de un debate pacífico, al hilo de lo que ya adelantó Benedicto XVI sobre el diálogo entre fe y razón: “si no quiere reducirse a un estéril ejercicio intelectual, debe partir de la actual situación concreta del hombre, y desarrollar sobre ella una reflexión que recoja su verdad ontológico-metafísica”.

Por lo tanto, desde un punto de vista antropológico cristiano nos debemos a las palabras del Génesis: “Dios creó al hombre a su imagen (…), varón y mujer los creó”.

Cada uno de los dos se complementan con sus específicas identidades y singularidades. Si rechazamos esta dualidad convertimos a la persona en un ente abstracto; si no existe la dualidad entre hombre y mujer entonces tampoco existe la familia.

Aunque se intente atacar a la familia desde la ideologías más libertarias, la realidad es que la familia constituye una realidad antropológica, social y cultural, se mire por donde se mire. Por ser así, es racionalmente comprensible el derecho de la familia a ser reconocida como el principal núcleo de formación del niño. Además de que el niño tiene el derecho a crecer en una familia con un padre y una madre que aseguren su desarrollo y madurez afectiva.

El colegio debería dedicarse a educar a los alumnos de una manera constructiva, dialogando con la familia y escuchando las necesidades que fuesen surgiendo: son los padres -y no el colegio- los que tienen la responsabilidad de educar a los niños en un asunto clave como este. Con respecto a la educación afectiva la pedagogía ha de ser adecuada y moderada. Se ha de tener en cuenta que los niños no han alcanzado la madurez, por lo que será necesario ayudarles a adquirir un sentido crítico frente a la invasión de propuestas con las que se van a encontrar, tales como la pornografía.

Para conseguir esto, será necesario que los educadores tengan la formación adecuada y muestren una personalidad madura que influya de forma decisiva sobre los alumnos. Los profesores deben recibir formación actualizada sobre los contenidos de género y deben conocer la legislación que en cada momento va surgiendo al respecto. Dada la dificultad para que esto se integre en la enseñanza pública y laica, al menos los colegios católicos deberían reaccionar en este sentido y aplicar estos criterios. Así lo propone el documento que emitió El Vaticano en 2019 a través de la Congregación para la Educación Católica.

Como conclusión, y desde el punto de vista de la doctrina de la Iglesia, tendríamos que apostar por el camino del diálogo que escucha, razona y propone para fomentar un entorno más abierto y humano. Los profesores tienen la misión educativa, arriesgada y fascinante, de enseñar el camino para que la expresión del amor sea respetuosa y rica de sentido. Y por último, un Estado democrático nunca puede reducir una propuesta educativa a un solo pensamiento. Menos aún, en un tema tan delicado de la naturaleza humana y en el que es muy importante el derecho natural de los padres a tener la opción de una educación libre y digna.

José Carlos Sacristán

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