En estos días un clamor de la Escritura resuena en la liturgia de adviento. A través del profeta Isaías, Dios grita: «Consolad, ¡consolad a mi pueblo!». Y quienes deseamos transmitir la luz de la fe a otros podemos preguntarnos: ¿Soy yo consuelo para los que no conocen salvación? ¿Mi vida actúa como bálsamo en las heridas de mis hermanos en la fe? ¿He conocido y experimentado yo, en mi propia carne, en mi debilidad, el consuelo sanador de Dios?

En el momento previo a la Navidad, empiezan a sonar ya los cascabeles y se van encendiendo luces que anuncian que podremos celebrar un nuevo cumpleaños de Jesús, Dios hecho Niño para salvarnos.

Los padres, los catequistas, los profesores… llegamos a Belén de un modo particular. En nuestro corazón albergamos las ilusiones y los sufrimientos de los niños que se nos han encomendado.

Niño es una palabra muy grande. Los niños son el motor de esperanza de la civilización. Con ellos llega la novedad, la fortaleza de quien crece vigoroso, la capacidad de asombro, la promesa de futuro.

Al mismo tiempo, los niños son absolutamente vulnerables. Por eso el corazón se conmueve al arrodillarse ante todo un Dios que se abaja a ser Niño. Y ese Niño desea especialmente que dejemos en su cuna a los pequeños que nos ha regalado, pero también desea que intercedamos por los niños del mundo, especialmente por los más desfavorecidos: por quienes son flagelados por la guerra, el hambre o la esclavitud; por los que mueren abortados antes de ver la luz de este mundo; por los que sufren las disputas y rupturas de sus familias; por los que padecen la soledad y el abandono; por tantos inocentes que están siendo heridos con ideologías que destruyen su identidad.

Este panorama podría llevarnos a la desesperanza. Y, sin embargo, resuena aún más fuerte el dulce mandato de Dios: «Consolad, ¡consolad a mi pueblo!». Pero, ¿Cómo consolará el desconsolado? ¿Cómo dará esperanza quien la ha perdido?
Podremos contagiar el consuelo y la esperanza si creemos confiadamente en un Dios que se ha hecho Niño con los niños. Dios con nosotros que sufre con los que sufren. Dios todopoderoso y frágil que llora con los que lloran. Dios Trinidad de Amor que experimenta estar sólo con los que están solos.

Si Dios se hace Niño… Si, de verdad, ese Niño de Belén es Dios… podemos arrodillarnos sabiendo que tomará a cada niño en sus manos. Y que nos dirá, consolándonos hasta las entrañas:

«Cada vez que lo hiciste con uno de estos, mis pequeños, conmigo lo hiciste».

Teresa Gutiérrez de Cabiedes – Escritora y experta en Matrimonio y Familia